jueves, 5 de abril de 2012

Discusión y Diálogo


Agravios en el ring

En una época marcada por la rivalidad como lógica del vínculo social, el insulto fácil y la agresión rápida se instalaron como respuesta a una opinión contraria. ¿La discusión de ideas está en crisis?

POR GUSTAVO VARELA





Nuestra época no deja de producir enormes silencios debajo de un cúmulo mediático de palabras estériles. Se aglomeran unas sobre otras, se repiten, hay gritos, ofensas, bocinazos del lenguaje que no anuncian nada. Habladurías, diría el Heidegger de Ser y tiempo. Una suerte de compulsión oral cuyo único sentido es una exposición narcisista y vanidosa, muchas de las veces con voluntad mercantil. Asistimos a diario a altercados entre vedettes, comediantes, políticos vencidos, dinosaurios mediáticos, bailarines que lloran, opinadores profesionales y monstruos hechos de botox y siliconas. Es una obra de teatro o una gran telenovela, desde ya, pero de una pornografía grosera que no deja de exhibir vidas privadas miserables.

Lo que vemos allí es la construcción de la propia subjetividad como un problema de empresa, donde cada uno se ofrece como una marca cuyo único lazo con los otros es la competencia. Entonces no hay discusión de ideas sino agravios personales, no hay generosidad sino egoísmo. Y no sólo entre las viejas vedettes televisivas sino incluso en aquellos campos donde la polémica y el intercambio son el soporte de las prácticas. En el ámbito académico, por ejemplo, la imperiosa voluntad de hacer posgrados está lejos de ser el efecto de una avidez por el saber o la discusión; se trata de acreditar, acopiar títulos, ser doctor, pos-doctor, pos-pos-doctor. Una lógica mercantil de acumulación individual donde las diferencias son sólo acondicionadas para el propio despliegue.

Las habladurías se suceden de un modo inevitable. El ritmo de su epidemia está en función del incremento de la competitividad individual y del despliegue de una vanidad sin límites. Los modelos sociales de comunidad ofrecidos como un entretenimiento televisivo son elocuentes: el castigo es la exclusión de sus participantes, el abandonar la casa, el “estás eliminado”. 

No se trata de componer una sociedad de diferentes sino de uno, el ganador, mientras los demás deben irse. Las discusiones son más bien estrategias de permanencia y ascenso, de superación personal y acumulación. Al modo en como Deleuze describe la empresa en las sociedades de control propias de nuestra época: “Si los juegos televisados más idiotas tienen tanto éxito es porque expresan adecuadamente la situación de empresa (…) La empresa no cesa de introducir una rivalidad inexplicable como sana emulación, excelente motivación que opone a los individuos entre ellos y atraviesa a cada uno, dividiéndolo en sí mismo”.

Si la rivalidad es la lógica del vínculo social, todo se expone en nombre de la propia empresa y no hay límites. Y así como se exhibe la intimidad en forma obscena y entonces debemos enterarnos de detalles personales que preferiríamos evitar conocer. Del mismo modo se recurre a la agresión rápida y al insulto fácil como respuesta a una opinión contraria. Es eso lo que vende –dice un analista de turno–, la vida íntima o la pelea. De un modo más grosero cuando se trata del show televisivo de la tarde, pero es lo mismo que se ofrece en otros ámbitos.

La necesidad del diálogo

“¿De quién soy contemporáneo? ¿Con quién vivo?”, pregunta Roland Barthes en su libro Cómo vivir juntos. La misma pregunta en la raíz política del pensamiento filosófico occidental: Platón –sin dudas el primer filósofo– escribe diálogos, conversaciones entre ciudadanos contemporáneos que viven en un mismo lugar. Todo enlazado sobre un episodio primario, la muerte de Sócrates. Un acontecimiento, no un hecho discursivo. La interrupción de su vida fue a la vez la de la palabra oral y la emergencia de la filosofía como hecho literario. Platón no escribe tratados sino diálogos, toda una dramaturgia en donde las ideas tienen rostros, nombres, posiciones personales, oficios, historia. Allí se discute; esto quiere decir, cada uno se ofrece a mostrar su propia ignorancia. Se discute porque no se sabe, no porque se sabe demasiado. Lo que preocupa por encima de todo es la necesidad de componer, a través de la palabra, una misma ciudad para vidas diferentes. Entonces el diálogo no es la elección de un estilo sino una necesidad. No se trata de hallar un acuerdo y tolerar las diferencias sino de encontrar una verdad común de un modo colectivo para un mismo problema. Para ello es necesario abandonar la vanidad de las propias ideas y pensar contra uno mismo.

En este carácter empresarial de la subjetividad contemporánea la premisa socrático-platónica de pensar contra sí mismo como condición del diálogo queda reducida a una mera oposición de argumentos sin más destino que el de ser una vidriera de vanidades. Ocurre en la charlatanería actual lo que Nietzsche describe sobre el encuentro entre dos vanidosos, que de tan preocupados que están por producir efectos sobre el otro, ninguno escucha y se acusan mutuamente de necios. Entonces, por debajo de tanta charlatanería, no hay más que un silencio que evita la discusión. Y con ello, la puerta abierta para el agravio o la ofensa. Por ello los gritos; por ello los insultos; por ello la obstinación de repetir lo mismo hasta que quede fijado como verdad. Porque la vanidad es monolítica, no permite fisuras. Y un diálogo requiere de eso, de una fisura, una grieta de ignorancia por donde el otro pueda entrar, si no no hay diálogo. Para Deleuze un fluido entre saber y no saber: “¿Cómo hacer para escribir si no es sobre lo que no se sabe, o lo que se sabe mal? Es acerca de esto que imaginamos tener algo que decir. Solo escribimos en el límite de nuestro saber, en ese punto extremo que separa nuestro saber y nuestra ignorancia, y que hace pasar el uno dentro de la otra”.

En los diálogos de Platónicos se reúnen el amor y la guerra –Eros y Polemós– a través de la palabra dialogada: amor porque hay un mismo interés, una única preocupación compartida; guerra, porque hay tensión con los otros y con uno mismo. Por ello la discusión transita sobre una línea delgada. De algún modo la filosofía surge como literatura para conjurar la violencia que significó la muerte de Sócrates, un diálogo en el que la condición no es sólo pensar con otro sino “como otro”, como enseña Foucault. Ni el agravio, ni el silencio forzado, ni la afrenta personal. Con la muerte de Sócrates fue suficiente –eso parece decirnos Platón–; que el revés del asesinato o del destierro es la política.

Vivir en conflicto

Exilios, supresión, muerte, prohibiciones, encierros, balas, desaparecidos y campos de concentración. Un senador que se suicida en su banca, un presidente popular que da la orden para la Semana Trágica, una oreja de indio por un patacón, expulsar extranjeros, aniquilar, treinta mil. Parte de la historia política argentina se compuso sobre el conflicto y en muchos casos derivó en violencia personal, exilio y muerte. Desde el comienzo, cuando la Junta de mayo necesitó más de la guerra personal que del trato: “cortar cabezas, verter sangre, actuar como antropófagos”, escribió Moreno en el Plan de Operaciones; “por fin hicimos a un lado a ese maldito Robespierre, a este diablo del infierno”, escribió en su carta  Saavedra. Moreno fue separado de su cargo bajo la excusa de una misión diplomática a Inglaterra y fue asesinado en el viaje. En 1813 el condenado fue Saavedra, quien debió marchar al exilio.

El gobierno de Rosas en el siglo XIX y el peronismo en el XX, acaso los modos más elocuentes y febriles de la política argentina, también conocieron del exilio y la muerte: Echeverría muere en Montevideo en 1851; Rosas, en 1877, en Inglaterra; Alberdi en un suburbio de París en 1884; Sarmiento, en 1888, en Paraguay. Todos afuera, como si acá no entraran. Más acá la dicotomía descamisados/gorilas, la violencia descarnada sobre la Plaza de Mayo, los fusilamientos de José León Suárez, incluso la prohibición de decir Perón. Después la resistencia, la lucha armada, el regreso, su muerte y por último la barbarie de Videla y sus secuaces. El extremo de la exclusión fue el genocidio iniciado en 1976. Fue tan grande su crueldad, tan obscena su violencia, que en ella debería agotarse toda la crueldad y toda la violencia posibles de la historia política argentina.

“El otro” es un concepto que la filosofía ha labrado a lo largo de todo el siglo XX. Tanto que se ha convertido casi en un eslogan de usos múltiples: es razón para un pensamiento edificante como también máscara para los fascismos de turno. En nombre de la libertad de los otros, de la humanidad o de la vida de los otros se han cometido y se siguen cometiendo las peores atrocidades: violencia de los universales que se imponen sobre vidas singulares. El otro para la filosofía contemporánea no es el prójimo de la religión. No hay mismidad sino diferencia; no hay una conjugación existencial en un dios único ni dogmas morales comunes sino extrañamiento, heterogeneidad y conflicto.

La lucha y las diferencias son parte de las relaciones de poder. El lenguaje no es un medio ni un instrumento aséptico; no lo era en Platón y no lo es para el pensamiento contemporáneo. Sabemos claramente que los discursos edifican un saber cuyo sentido es el de mantener inmóviles las relaciones de dominio; sabemos que en los temas que se ofrecen a la discusión opera un poder que aboga por su permanencia y que pretende mayor expansión. En esto consiste la política, no hay por qué escandalizarse. 

Ahora bien, por su reiteración a lo largo de la historia nacional podríamos pensar que la muerte, el exilio o el ataque personal también son parte de ella. Pero no, porque allí hay un límite: el fascismo es lo otro de la vida política. Eso es lo que aprendimos en la Argentina después de la última dictadura militar, que la muerte en cualquiera de sus formas (el exilio, la violencia, la prisión política o el asesinato) disuelve toda posibilidad de composición social o de pensamiento.

La discusión conjura la muerte, como en Platón. Por ello el desacuerdo es una necesidad, no una desgracia. Suponer una planicie humanista, creer que todas las diferencias deben zanjarse es envolver a la política en un nailon y cerrarla al vacío. Es política deshidratada. El problema no es la proliferación de discusiones sino cuando dejamos de discutir, cuando en la charlatanería o en el silencio se acaban las palabras. Porque es entonces que la necedad se impone y el insulto o el ataque personal es la única respuesta posible.

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